El teléfono del negociador sonó a las tres de la mañana. Acostumbrado a recibir llamadas a esas horas intempestivas, abrió los ojos y se quedó mirando al techo aunque las luces de la habitación estaban apagadas. Respiró hondo y deslizó el botón verde para responder:
— ¿Dígame?
—Julián, necesitamos que vengas de inmediato a Puerta Jerez a la altura del Cristina—. Respondió una voz masculina.
—Javier, no me toques los cojones, y menos a estas horas. Sabes que podías haber cogido el teléfono a las cinco de la tarde, así que te esperas a que me dé un duchado y salga para allá.
A los quince minutos, Julián Gutiérrez bajó al garaje y se fue directo a la plaza donde estaba aparcado su automóvil. Antes de subir, comprobó los bajos del coche y si había algo extraño. Solía hacerlo desde que intentaron acabar con su vida en una de sus últimas misiones. Cuando se aseguró que todo estaba en correcto funcionamiento, llamó a un número de teléfono, y las puertas del aparcamiento se abrieron de par en par. «Qué bueno es esto de no necesitar las llaves», pensó. Miró a ambos lados, y salió a la calle. A pesar de la hora, el calor de la noche hizo que bajase la temperatura del aire acondicionado. Una vez en la carretera, pisó a fondo el acelerador y el motor rugió en el silencio de la madrugada. Mientras iba en camino, dos coches patrulla de la Policía Nacional le adelantaron a toda velocidad. A los pocos minutos, logró ver el dispositivo policial y se aproximó sin aminorar la marcha. Uno de los agentes que estaba en el puesto de control comenzó a hacerle señales para que se detuviese, aunque las ignoró, por lo que el responsable del puesto de vigilancia montó el arma y puso el dedo en el gatillo. Cuando llegó a la zona acordonada, detuvo el coche y se bajó. Con paso firme y seguro, se dirigió al agente y le dijo:
—La madre que te parió, Alfonso. Parece mentira que todavía no me reconozcas. ¿Dónde está el jefe?
—Adentro. Me dijo que pasases de inmediato.
— ¿A qué esperas? ¡Acompáñame!
Alfonso obedeció y ambos hombres se dirigieron hacia el interior del operativo. Cuando llegaron, Julián le dio las gracias y el policía regresó a su posición.
— ¿Qué tenemos?— dijo sin saludar.
— ¡Buenas noches, por decir algo!—respondió el Jefe de Policía—. –hay un cabrón que se ha atrincherado en casa de una vecina y amenaza con volar el edificio.
— ¿Desde cuándo está así?
—Desde esta mañana. Hemos evacuado los comercios y a los clientes de los bares, pero el tío se ha hecho fuerte.
—Bueno, pues vamos a resolver.
—No coge el teléfono desde las diez de la noche, y en el piso, los compañeros han visto que la mujer está atada y amordazada.
—Ya empezamos…—masculló Julián.
—Sé lo que te sacan de quicio estos machotes— le contestó su superior—, pero tenemos que hacer algo.
—Dame un megáfono. Le voy a poner los puntos sobre las íes.
El oficial se metió en el coche patrulla y sacó lo que le había pedido el recién llegado. Lo encendió y sonó un pitido agudo, tras lo cual, lanzó su primer mensaje:
—Le habla Julián Gutiérrez, negociador de la Policía. ¿Cuáles son sus exigencias?
Pasaron unos minutos hasta que se escuchó una respuesta:
— ¡Quiero tres millones de euros en efectivo y un billete de avión con destino a Brasil!
El negociador bajó el megáfono y contuvo la risa por lo ridículo de la petición. Volvió a levantarlo y le respondió:
— ¡Sabes que tus exigencias son inviables, y menos a estas horas intempestivas! ¡Aun así, veremos qué podemos hacer!
El jefe de Policía se dirigió al recién llegado y le increpó:
— ¿Cómo se te ocurre decirle eso? Ese tío lleva atrincherado desde las doce de la mañana y es capaz de hacer una locura.
—A este jipi se le va la fuerza por la boca. Voy a a hablar con él. Levantó el micro y se dirigió al secuestrador:
— ¡Hola de nuevo! ¡Soy Julián, el negociador de la Policía! ¡De ahora en adelante nos vamos a comunicar por teléfono! ¡Son las cuatro de la mañana y hay gente que necesita descansar! ¡Tienes cinco minutos para coger el teléfono o recibir a los antidisturbios! ¡Y créeme que esto último no te va a gustar nada!
Julián miró el reloj y empezó a contar. Alberto Ortega, que era el nombre del jefe de policía, marcó el número de la casa donde estaba el secuestrador. Sonó un tono y respondieron al otro lado.
—Buenas noches. Me llamo Andrés Blanco y estoy en la casa de los dueños de la empresa donde trabajaba. ¡De aquí no salgo mientras no cobre todas las nóminas que se me deben! ¡Llevo más de un año sin ver un duro y trabajando como un cabrón!
Colgó el teléfono con violencia. Volvieron a marcar. Sin embargo, cuando Andrés descolgó no se imaginaba que su interlocutor era el negociador.
— ¡Buenas noches, Andrés! Soy Julián. Estás ganando números para que los compañeros le peguen una patada a la puerta y la echen abajo. Y tú y yo sabemos que eso es lo que no quieres. Vamos a ver, Andrés—repitió su nombre para empatizar con él—. ¿Qué necesitas?
Al otro lado de la línea se hizo el silencio. Todos sabían que no había colgado. Pasaron varios minutos cuando se escuchó un golpe…