El silbido de una de las bombas que había lanzado uno de los soldados de la Brigada Laica de Liberación Religiosa se escuchó en la explanada donde se estaba produciendo la batalla. La comisaria Turner dio una orden clara;
— ¡Cuerpo a tierra!
Las escuadras de los Jinetes del Viento bajaron de sus cibercaballos y se arrojaron al suelo. Taparon sus cabezas y esperaron que el proyectil hiciese impacto. Tras escuchar la explosión, James, el más veterano, se levantó y se aseguró que sus compañeros estuviesen bien. Miró a su alrededor y comprobó que no había bajas entre sus filas. Accionó su mecanismo de voz y ordenó a sus hombres que se volviesen a incorporar, tras lo cual dio una orden mental a su montura biónica, la cual estaba conectada al resto de equinos cibernéticos como si de una mente colmena se tratase. Al estar otra vez juntos, jinetes y monturas, James subió a lomos de su corcel y lo hizo relinchar. En ese momento se fundieron en un ser híbrido que recordaba a un centauro de no ser por la cabeza del caballo. Cuando la fusión se completó se llevó las manos a la espalda y sacó una ametralladora. Su casco puso unas delante de sus ojos y éstas le hicieron ver mejor los objetivos a los que debía apuntar. A lo lejos observó a dos soldados enemigos que parecían estar desprotegidos. Se aseguró que fuese así y dio una orden mental. A todo galope se dirigió hacia ellos. Sin embargo, otros dos compañeros de éstos salieron de la nada. Con la mano que no sujetaba el rifle, asía un sable de combate con el que decapitó a uno de los atacantes, lo cual no le detuvo. El otro soldado quedó paralizado ante aquel golpe mortal. Cuando intentó reaccionar ya era demasiado tarde porque había sido desarmado. Jesus Spiekermann había reclutado a un ejército de jóvenes que carecían del entrenamiento necesario para librar cualquier batalla. El jinete ignoró a aquel pobre diablo que le había atacado y continuó a galope hacia su verdadero objetivo. Los gritos de los combatientes se escuchaban al igual que los disparos, tanto los de los proyectiles como los de las armas láser. Entre tanto jaleo, James escuchó el galopar metálico de uno de los cibercaballos. En sus gafas observó que se trataba de uno de sus compañeros.
—Eugene, ¿dónde está el resto de nuestros compañeros?—preguntó James.
—Siguen combatiendo a la escuadra que nos derribó. Llegaron al combate cuerpo a cuerpo. Yo he tomado la avanzadilla.
—Vamos a acabar con estos malnacidos. Se lo debemos a Turanga.
— ¡Por Turanga!—gritaron ambos, tras lo cual espolearon a sus respectivas monturas.
Ambas relincharon y siguieron su camino a toda velocidad. Hacía largo rato que ambos bandos se habían enzarzado en diferentes combates cuerpo a cuerpo y escaramuzas, aunque se seguía disparando fuego cruzado desde las trincheras. Uno de los vehículos gravitatorios disparó la munición de las barquillas laterales. Los casquillos caían al suelo mientras que las balas impactaban en los soldados leales a Turanga Carrados. Eugene accionó una palanca en su silla de montar y del interior de su caballo surgieron dos baterías lanzamisiles. Al igual que su compañero, tenía un casco con unas gafas para fijar el blanco. Apuntó hacia la parte frontal y pensó en disparar. La orden mental accionó la munición y contempló cómo doce proyectiles impactaron contra el vehículo. Siempre le gustaba observar la explosión de los vehículos que derribaba. Uno a uno fueron haciendo blanco. Cada explosión incendió una parte distinta de su objetivo. Cuando acertó el último misil, una gran detonación iluminó el cielo, más aún si cabe. La onda expansiva derribó a todos los soldados que había en el campo de batalla de las Ruinas de Iwasaki. A todos salvo a los tres ultrasoldados con armadura de color índigo. Éstos apenas se inmutaron por la deflagración y se dirigieron a atacar un transporte oruga artillado con colores de camuflaje desértico. Iban armados con rifles que disparaban a medida que avanzaban. El tanque les devolvía los disparos, pero apenas si les producían rasguños. Dese la torreta, el artillero apretaba el gatillo y gritaba. Los tripulantes empezaron a temer por sus vidas.
—No estamos preparados para esto—observó el piloto.
—Debemos aguantar—animó su compañero desde la torreta. Ya sabes que el comandante puede reventarnos la cabeza si flanqueamos.
—Entonces, vamos a darlo todo. ¡Por Spiekermann!
El piloto accionó las descargas de humo y liberó una carga de munición. Sabía que no iba a tener mucho efecto, pedro iba a contener el ataque que estaban esperando. Al terminar de efectuar su defensa, respiró hondo y se dispuso a esperar la llegada de los ultrasoldados, pero no les importaba porque sentían la satisfacción del trabajo bien hecho. Aun así continuaron apretando el gatillo de las torretas. Trataban de contener a sus atacantes. Un fuerte golpe se escuchó en el interior de la cabina. El tanque comenzó a moverse de un lado a otro. Los ultrasoldados habían llegado. El ruido de una espada-sierra atemorizó a ambos tripulantes. Las chispas del metal al cortar las gruesas capas de chapa les anunciaba que el fin estaba cerca. Entonces sacaron todo el valor que tenían en su interior y cogieron los rifles que había en la pared de la cabina. Si había que morir, ellos iban a hacerlo matando…
Este relato forma parte de las partes descartadas de Una extravagante historia de serie ‘B’, que puedes recibir en casa a través del siguiente enlace: