El silencio se hizo en el cuartel de campaña de la Policía. Todas las miradas se posaron sobre Julián.
—Vamos a entrar—informó.
— ¡Es una locura!—contradijo el Jefe de Policía.
—Sabes que yo no estoy muy cuerdo—sentenció—. Señores, me voy con ustedes.
El Grupo Especial de Operaciones se preparó para salir hacia el piso donde se había atrincherado Andrés Blanco.
—Dadme un móvil—pidió antes de unirse al dispositivo—. No quiero que este tío tenga mi número personal.
Un policía nacional buscó un termina y se lo ofreció al negociador, que anunció que estaba listo. Los agentes llegaron casi de inmediato a la puerta de la casa. Julián marcó el teléfono mientras subían por las escaleras. No terminó de sonar el primer tono cuando obtuvo respuesta.
—Dime—contestó el secuestrador.
—Vamos a ver. ¿Qué pretendes golpeando y asustando, Andrés? ¿Sabes que son las putas cuatro de la mañana y que los vecinos se tienen que levantar temprano? No estamos en condiciones de hacer las cosas a tu manera. ¿Qué cojones ha pasado ahí dentro?
—Nada. Me he puesto nervioso—respondió Andrés—. Tan sólo eso.
— ¡Escúchame, pedazo de mierda! ¡Aquí te pones nervioso cuando yo te lo diga! Y ahora te me mantienes tranquilito. ¿Me has entendido?
El negociador colgó el teléfono e hizo varias indicaciones para que sus compañeros se pusieran a ambos lados de la puerta. Esperó varios segundos y el teléfono que estaba sonando comenzó a vibrar. Al otro lado, visiblemente nervioso, el secuestrador comenzó a gritar sin esperar a que su interlocutor dijese una sola palabra. Durante más de diez minutos, el negociador escuchó una gran cantidad de insultos e improperios sin inmutarse. En cuanto tuvo un hueco para intervenir le contestó:
— ¿Ya has terminado? ¿Tienes algo más que decir? Ahora me toca hablar a mí. No te vamos a dar un segundo más de tregua. De un momento a otro, vamos a entrar y te vamos a sacar en volandas. De ahí te vamos a llevar al calabozo, donde te vas a quedar hasta que a mí o a un juez no salga de los cojones…
— ¡Aquí no entra nadie!—interrumpió antes de colgar.
Julián movió la cabeza de manera afirmativa. Los dos agentes que sujetaban el ariete golpearon la puerta hasta derribarla.
— ¡Policía!—gritó uno de los policías, tras lo cual entró todo el operativo. A medida que pasaban, se dividían en dos grupos para que no quedase ningún hueco libre en el salín. Cuando la situación parecía estar controlada, pasó Julián, vestido con un pantalón vaquero y una camiseta blanca. Nada más entrar, vio a una mujer de espaldas, maniatada y a Andrés Blanco, que la amenazaba con una pistola.
— ¡Acabáis de cometer un error! ¡Voy a matar a esta mujer! ¡Que estoy muy loco!
Julián empezó a reír y le respondió:
No sabes la de veces que he escuchado eso. Venga, Andrés, baja el arma.
El colaborador de la Policía indicaba con sus gestos a todo el mundo, agentes y secuestrador, que tuviesen calma mientras avanzaba hacia el lugar donde estaba Andrés. Se movía de manera tan sutil que apenas se notaba que lo hacía. Cuando estuvo al lado del causante del revuelo, le quitó la pistola y le dio un bofetón que lo tiró al suelo. Los agentes esperaban nuevas órdenes mientras observaban lo sucedido. Andrés se incorporó y miró a su oponente. Cogió la pistola, le quitó el cargador y se la entregó a éste. El silencio se podía escuchar en toda la estancia, la cual era bastante amplia. Cuando Julián se giró para desatar a la rehén se quedó paralizado.
—Andrés, ¿cuánto dinero te debe esta mujer?—le preguntó.
—Demasiado. Estoy arruinado por su culpa—le dijo con lágrimas en los ojos.
El negociador se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón. Sacó su teléfono y miró las últimas llamadas y volvió a comunicarse con el Jefe de policía, que respondió de inmediato. Sin esperar a que éste hablase, le espetó:
—Javier, tenemos atada a la que blanqueó la pasta de aquel magnate gordo protegido por los jueces y a un pobre desgraciado que sólo quiere el dinero para darle de comer a sus hijos. Yo sé qué puedo hacer y qué me apetece hacer. Pero hay cosas que se me escapan. Espero órdenes antes de desatarla y detener al secuestrador.
Al otro lado del teléfono, el jefe de Policía se secó el sudor de la frente y resopló, puesto que no tenía la más remota idea de los pasos a seguir. Él era un policía. No un político ni un abogado.
«No podía ser un secuestro como otro cualquiera», pensó en voz alta. Tras unos segundos de silencio le respondió:
—Julián, desata a la tiparraca esa y tráete al desgraciado que la ha secuestrado. Hay que hacer un poco el paripé. Como no sea así, se va a liar gorda, y créeme, ni tú ni yo estamos para soportar según qué tipo de mierdas.
Julián no entendía nada de lo que le estaban explicando. Tan sólo sabía que le quedaba montar una farsa para que nadie se enterase qué había sucedido en realidad. Respiró hondo y se dirigió a sus compañeros, que esperaban el desenlace de aquella historia:
—Señores, esto es más complejo que una simple negociación. Debemos salir de inmediato.
Los agentes de Policía neutralizaron a Andrés y lo sacaron hasta el dispositivo desplegado. Cuando llegaron, Javier, su jefe, se dirigió al negociador, lo miró a los ojos y le dijo:
—De la que nos hemos librado, compañero, de la que nos hemos librado… Venga. Os invito a desayunar. Mientras tanto, las sirenas de las ambulancias se mezclaban con los primeros rayos del sol de aquella madrugada sevillana y los operarios atendían a los vecinos que peor se encontraban. Mientras, Julián y Javier se dirigían al bar acompañados por los cinco hombres del dispositivo especial. El teléfono del negociador volvió a sonar.
—Luego contestaré. Ahora necesito un café con una tostada de jamón—le dijo a su amigo.