El Gran Maestre Inquisitorial escuchó un disparo a sus espaldas. Su personal le rodeó y se aseguró que estaba a salvo. El grupo de guardaespaldas estaba compuesto por tres acólitos, una psíquica y un querubín armado con un rifle lanzamisiles. Sin embargo, ninguno había apretado el gatillo. Lo había hecho uno de los Tercios de la Galaxia que debía investigar. Su nombre era Robert Dazius y acababa de ser reclutado, aunque eso no era importante porque sus entrenamientos eran conocidos por su dureza.
— ¿Qué ha pasado?— preguntó el Gran Maestre Inquisitorial.
—Acabo de enviar a un demonio menor al infierno. Aquí no estamos seguros. ¡Rápido, salgamos de aquí!
El séquito de Aaron Smith se movió con rapidez y sin perder de vista a su entorno. El acólito Arthiny dio una orden clara:
— ¡Fishburne, ven a recogernos! ¡YA! ¡Esto está plagado de demonios!
— ¡Enseguida estoy allí!—respondió de inmediato— ¿Cuántos sois?
— ¡Seis! ¡Se nos ha incorporado un Tercio de la Galaxia, de la división de los Arcángeles de Sangre!
Se escuchó el ruido de la nieve de cierre de comunicación y se dirigieron a un montón de escombros situados a pocos metros. Una vez resguardados, Aaron abrió la cartuchera y sacó la pistola. Sus hombres de armas apuntaron en todas direcciones. Sin embargo, el Tercio de la Galaxia se quedó fuera de cobertura, armado con su pistola y un arma de energía. Había tirado su casco al suelo y tenía los ojos inyectados en sangre. Recitaba unas letanías incomprensibles que sonaban como gruñidos. La atmósfera comenzó a enrarecerse y el cielo se oscureció con rapidez. Un zumbido empezó a sonar en la lejanía y a desplazarse con rapidez. Por instantes, se hacía cada vez más presente y la sensación de desasosiego lo invadía todo. Era casi imposible respirar con normalidad o ver a larga distancia, porque estaban rodeados por una espesa niebla. Un agudo grito taladró los oídos de aquellos que estaban protegidos por los escombros.
— ¡Fishburne! ¿Dónde estás? ¡Esto se pone muy feo!—vociferó Arthiny.
Como vio que la respuesta tardaba en llegar, repitió la pregunta varias veces, mientras sus compañeros disparaban. Acababan de ver a una horda de demonios que avanzaba hasta su posición. El acólito puso en modo automático su auricular y continuó repitiendo la llamada. El rugido de los disparos se mezclaba con el zumbido de los seres infernales. El inquisidor ordenó a su psíquica que crease una cúpula de vacío. Ésta se sentó encima del montículo, cerró los ojos y recitó unos cánticos en una de las lenguas antiguas. Los seis combatientes sintieron cómo eran envueltos por un campo de fuerza. Cuando a mujer sintió que estaban protegidos, dejó de rezar y advirtió:
— ¡No aguantaré mucho! ¡Estos demonios son muy poderosos!
Los rifles de repetición no cesaban de descargar su munición y destruían a los seres del inframundo. Sin embargo, uno de los seres oscuros tamaño tomaba posiciones cada vez más cercanas. El Gran Maestre Inquisitorial lo reconoció:
—M’nlto—susurró.
—Hola, Aaron—le dijo el demonio—. Por fin te encontré. Sabes que no puedes escapar de mis garras y que sucumbirás a mi poder.
Aaron Smith le miró a los ojos y contempló la profundidad de sus temores más ocultos. Pero no se echó atrás. Las largas horas de entrenamiento le habían hecho tener una firme voluntad a la hora de enfrentarse a aquel tipo de enemigos.
—Se cerrarán todas las grietas del inframundo antes de servir a los poderes ruinosos— contestó con frialdad, mientras desenvainaba su espada. A medida que lo hacía, la hoja emitía una luz cegadora. El demonio apartó la vista y no vio cómo el inquisidor saltó sobre él. Mientras estaba en el aire, sacó su pistola y apretó el gatillo. El primer balazo le perforó la piel y comenzó a supurar ectoplasma de color grisáceo. M’nlto gritó. Al abrir su boca, un fuerte olor a podrido salió de sus entrañas. Había acusado la primera herida. Cuando Aaron cayó sobre él, le propinó un puñetazo que le hizo caer al suelo.
—No eres tan poderoso, maldito. Voy a acabar contigo como debí haberlo hecho hace años.
El demonio soltó una gran carcajada y le respondió:
—Nadie puede resistirse al poder ruinoso. Sobre todo los humanos como tú.
Su voz era como un aura capaz de envolver a quien le escuchaba. El Gran Maestre Inquisitorial parecía sentirse hipnotizado ante las palabras de su enemigo. Una explosión le hizo salir de aquel estado. En el intercomunicador se escuchó una voz masculina:
— ¡Acaba de llegar la caballería! ¡Os abro las compuertas!
Aaron Smith guardó la pistola y volvió a desenvainar la espada de energía. La elevó por encima de su cabeza. Su personal vio el reflejo del arma y supo que estaba a salvo. La bajó y agarró la empuñadura con ambas manos.
—Tras este combate, no volverás al infierno. Voy a destruirte de una vez por todas y para siempre— advirtió.
M’nlto volvió a reír, aunque no con tanta seguridad como lo había hecho antes. Aaron se puso la espada a la altura del pecho. La cruceta estaba situada a la altura de sus ojos. Contempló la calavera de su emblema personal y la blandió contra el demonio. Éste intentó detener el golpe, pero le fue amputado el brazo sin ninguna dificultad. El Gran Maestre Inquisitorial gritó y volvió a atacar. Le atravesó el pecho y esto le hizo retorcerse de dolor, incapaz de reaccionar. El arma que le había dañado contaba con una poderosa bendición impuesta por los capellanes de la Muy Santa Orden de la Inquisición Sideral. El demonio retrocedió hasta trastabillar y caer de espaladas.
—Este es tu final. No esperabas que destruyese tu alma—le dijo. Levantó la espada y la dejó caer. La cabeza de M’nlto se separó del cuerpo y de su interior salió un gran chorro de ectoplasma, el cual salpicó a Aaron Smith. Con la mano que tenía libre, se lo quitó de la cara, justo antes de comunicarse con el piloto de su nave de transporte:
—Salimos en seguida. Cúbrenos mientras llegamos.